Esta mañana me he levantado de la cama sin otro beso de «buenos días mama«. Pero bueno, aunque mi hijo no me da besos, se los robo yo, que para eso soy su madre. Cuando ya se disponía a cerrar la puerta de casa para irse al colegio con su padre, le he cogido a tiempo para robarle otro, con achuchón incluido y un «que pases un buen día, cariño».

Al cerrar la puerta y encargarme de Goran hasta que han venido a buscarlo sus abuelos (normalmente cuando no tiene bronquitis, va a la guardería), me he dado cuenta que la casa estaba hecha un desastre. He recogido únicamente lo básico y necesario para no perder tiempo y sentarme cuanto antes en mi escritorio para cerrar un montón de temas pendientes. Después de una larga jornada de trabajo al que se le ha sumado momentos de estrés y de tensión, momentos en los que me replanteo si vale la pena seguir trabajando desde mi casa y volverme medio loca mientras no converso con nadie durante jornadas de 7 horas en las que paro únicamente 30 minutos para prepararme algo rápido y poco sano de comer y seguir trabajando con mis cervicales doloridas.

He puesto el ordenador en modo «suspender» porque sé que en unas horas lo volveré a encender.

Miro el reloj y me doy cuenta que tengo que preparar rápidamente la merienda para ir a buscar a Ares al colegio. ¿Cómo han pasado ya todas esas horas y no me he enterado? Ni siquiera he podido salir a hacer la compra, ni a correos…

Pienso en qué podría prepararle para merendar: crema de cacao untada, pavo con queso o mejor chorizo, que también es de sus preferidos. Me doy cuenta que sólo tengo pan de molde así que corro a comprarle una barra de pan que sé que le encanta. Es cuando me percato de que aún no había salido a la calle y de que hace un día precioso, lástima que no pueda disfrutarlo un poco más.

Salgo corriendo con el tiempo justo para esperarle cuando abran la puerta y que vea que estoy esperándole allí, impaciente por verle, y que me cuente cómo le ha ido el día, por enseñarle el bocadillo de chorizo con pan tierno que le acabo de preparar y que tanto le gusta… y le veo venir… con esa carita de pillo me busca entre todas las caras del resto de mamis, me hago la escurridiza para que tarde un poco más en encontrarme y ¡me encuentra! me dedica una microsonrisa. Vuelvo a robarle otro beso con achuchón incluido y le digo «hola mi vida, qué ganas tenía de volverte a ver» a lo que él me contesta…

«¿Dónde está papá»?

Y entonces se me rompe el corazón.

Foto Saray Martin

Desde que dejé de darle el pecho dejé de ser necesaria en su vida y no hay día que no me haga sentir prescindible. Y ojo, se me cae la baba viendo esa complicidad que tienen, pero a la vez me siento muy frustrada de no conseguir ese mismo cariño y esa conexión que tienen.
Además, cuando está su padre pierdo toda autoridad. No me quiere escuchar, no me hace caso, no me presta atención. Si llama a su padre para que le ayude en algo y por lo que sea me presento yo con toda la buena intención me suelta un «no, mama, tú no, el papa» y me hace sentir tan pequeñita…

Hay días que no le doy importancia, pero otros días me hundo y reacciono enfadándome…. con él por su actitud desafiante, con su padre por «permitirlo» y conmigo misma por no haberle dedicado más tiempo, por no haber jugado más con él, por no haberle dado el pecho más tiempo, por haber perdido los nervios en más de una situación, por tantas cosas…

Yo sí sabía que la maternidad podía llegar a ser dura, a mí nadie me engañó, pero lo que no sabía era que mi hijo, ese bebé que tanto deseé con todas mis ganas y que ha dado un giro en mi vida de 180 grados en todos los sentidos, me acabaría haciendo sentir rechazada.
Y sé que me quiere, ¡claro que lo sé! además me lo dice muchas veces. Especialmente cuando su padre no está delante y se esfuerza por sacarme una sonrisa «¿estás contenta, mama?». Pero no puedo evitar sentir celos por esa conexión que me da la sensación que yo nunca lograré con él.